Pensadores y activistas políticos
ALBERTO BEJARANO ÁVILA
Por su honda
pertinencia social, la honestidad es sin duda el valor intrínseco más preciado
en política, pero irónicamente el más escaso y por ello en el imaginario
popular los políticos y la política hoy son patético icono del deshonor. Ahora,
desde la idea aristotélica que define al “hombre como animal político” por
vivir sociedades organizadas políticamente y de cuyos asuntos opina y muchas
veces participa, animado por el sueño de alcanzar el bien común y la felicidad
de los ciudadanos, vemos que la honestidad no solo concierne al debido uso de
los recursos naturales o monetarios sino también, y esto es crucial, a la
honradez mental, virtud asimismo escasa a juzgar por la ligereza, la necedad y
el arrebato ególatra y pasional con que se actúa en los distintos momentos
políticos nacionales y regionales.
No se requiere ser
erudito en ciencias políticas para saber que toda ribera político-electoral
moderna y éticamente legitima deba aceptar el bien común, la equidad, la
justicia social, la sostenibilidad ambiental y el buen vivir de todos, como
realidades a construir políticamente y, por lo mismo, como fines a consagrar en
sus idearios, pues son fundamentos morales que legitiman su lucha para derrotar
la inequidad, la rapacería, los monopolios, los privilegios y, en suma, las
aberraciones que hicieron de Colombia un país por demás desigual y violento
ante el mundo. Diría entonces que, para no seguir con las vergonzosas y
habituales máculas, el progreso y el bienestar común deben ser fines
explícitos, compartidos e innegociables en el ejercicio político honesto,
decente y con ideas profundas, coherentes y consistentes.
Así entonces tenemos que, por fin, el progresismo, representando
en el “Pacto Histórico” y este en Gustavo Petro, triunfo en la pasada elección
presidencial y que fiel a sus postulados cardinales, esta vertiente política
pronto inició el proceso de transformación o cambio que supone reforma agraria;
vías terciarias; autosuficiencia alimentaria; revisar los TLCs; control tarifario
de servicios públicos; red férrea nacional; paz total; reformar la salud, las
pensiones y el trabajo; transición energética; reformar la justicia y la
estructura carcelaria; diplomacia edificante con países vecinos y el mundo;
control inflacionario y muchos otros cambios que exige la Colombia construida
patas arriba (como patas arriba se construyó al Tolima).
Es obvio que en un país pluralista a muchos les disguste el
triunfo progresista y que su enojo mute en sabia oposición a cuestiones de
trámite, pues no imagino a auténticos demócratas opuestos a cambios urgentes;
otra cosa es esa aversión al cambio de individuos insolidarios y proclives a la
injusticia, que añoran e idolatran a sus viejos amos con sus viejos vicios y se
caracterizan por ese enfermizo cirirí grosero, descalificador, negacionista y
obsesivo. De los pensadores y activistas políticos realmente demócratas se
espera honradez mental, cordura analítica, talante propositivo, rechazo al
odio, la injusticia y la ignominia vivida y sufrida por tantas décadas y, desde
luego, se espera la controversia respetuosa, inteligente, informada y
conciliadora, virtudes indispensables para construir civilidad, modernidad y
justicia.
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