Escribo esta nota desde la ciudad
de La Plata, Argentina, donde me encuentro cursando los primeros seminarios del
Doctorado en Historia. Estos encuentros han sido reveladores no solo por sus
contenidos, que incluyen el emergente enfoque decolonial, sino por las
conversaciones que se detonan a partir de la interpretación que los
participantes ofrecemos de las lecturas compartidas. Me ha llamado
especialmente la atención la horizontalidad que se vive en la relación entre
profesores y estudiantes, que no es solo del posgrado en la Facultad de
Humanidades, sino en general. En ese sentido, mucho tenemos que seguir
aprendiendo en Colombia.
No he podido dejar de pensar en
las ciudades intermedias que hoy están en proceso de consolidación en Colombia
y que enfrentan un choque muy difícil al entrar en el marco propio de las
ciudades que se asumen como “modernas”. Pienso en esas frases cotidianas de
tipo “pueblo pequeño, infierno grande”, que todavía recibo cuando pregunto el
porqué de algún rumor sin fundamento, que termina por exagerar algún
acontecimiento irrelevante. Pienso en lo que algunos consideramos falta de
cultura ciudadana, pero que otros interiorizan como la reacción natural a una
imposición de extraños que no conocen la cultura lugareña. Esto puede explicar
la falta de legitimidad de la legalidad, y el exceso de legitimidad de la
ilegalidad.
Nos pesa la narrativa histórica
que desconoce a tantos, sobre todo la oficial, que hoy, a pesar de que se diga
lo contrario, incluye el conjunto de informes de la Comisión de la Verdad, que
se crea, lamentablemente, en el marco de un acuerdo de paz, rechazado en
plebiscito por la mayoría de quienes se presentaron a votar. Así venimos y así
vamos. El único acuerdo o pacto social, tal como lo llama la CEV, que logró un
respaldo mayoritario en las urnas, en los sectores populares y en las élites
fue, quien lo creyera hoy: el Frente Nacional. El siguiente pacto o punto de
quiebre fue la Constitución Política de 1991, pero apenas la cuarta parte del
electorado voto para elegir a los constituyentes aquel 9 de diciembre de 1990.
Así vamos, porque de allí
venimos, decía por ahí un amigo. Álvaro Gómez, según recordaba Roberto Camacho,
alegaba que en Colombia “vivimos en gerundio”: “ahí vamos
mirando, resolviendo, decidiendo”. A hoy seguimos sin poder trazar un
camino entre todos y, vaya paradoja, de una alianza por el cambio de origen
conservador, pasamos, 24 años después, a un gobierno del cambio. En eso,
queridos lectores, no hubo cambio…
Las nuevas generaciones hoy
parecen haber perdido el sentido de la historia y se mueven en arenas
movedizas, donde la historia apologética la ven invasiva, la nueva historia
densa y en ocasiones obra de revolucionarios, los vínculos con sus raíces, con
su pasado, los sienten como algo que ha perdido toda importancia, pero se
niegan a ver allí una posible causa de su soledad. El nihilismo que tantos
promueven, de manera muchas veces inconsciente, soporta un escenario que, de no
abordarse pronto, terminará en caos. Alegar, por ejemplo, que el intento de
asesinato de un alcalde en Francia y de su familia, por parte de grupos que
participan de las protestas recientes, es apenas muestra de una generación que
explota porque la sociedad no supo orientar sus intereses y necesidades, y optó
por permitirle todo, hasta la violencia en contra de niños y niñas inocentes.
Familias, colegios y
universidades tenemos un gran reto: pensar la historia. No basta con repetir la
narrativa de siempre, que ya no dice nada. No puede ser insistir, sin más, en
las nuevas versiones de la historia oficial. Se requiere de mucha crítica,
incluso a las corrientes que se han venido aceptando y acogiendo como parte de
una supuesta “evolución”, y que muchas veces esconden el factor detonante de
las tragedias por venir.
* Rector del Colegio Gimnasio del
Norte.